jueves, 15 de octubre de 2009

El rostro de la muerte

Caminaba nuevamente paso a paso de naturaleza mecánica. Me movilizaba por la propia inercia de mis piernas ante el tumultuoso mundo de vigas y paredes de lívido color con tenue tendencia al gris manejada por un incontrolable paso del smog que brota del cotidiano andar de los autos.
Como de costumbre observaba con ojos de cansada rutina, cual se puede ver en el rostro de los hombres de maletín y corbata, o en el guardia de seguridad de algún establecimiento de otro ambicioso, la ciudad que tan afanosamente me había acogido durante los últimos años para convertirme en una hormiga rutinaria más. Era una noche común y corriente salvo que la hora discrepaba a la que regularmente suelo regresar a casa pues volvía de una reunión amena con unos amigos seudo intelectuales, seudo científicos, seudo artistas, y todos ellos como yo seudo muertos vivientes (y digo seudo puesto que para el trabajo de sobrevivir éramos mediocres). Sospecho por la posición de la luna, que era alrededor de las doce. ¡Ay luna! Cuan bella y ajena eres a esta humanidad. Cuantas generaciones pasaste frente a nosotros siendo fuente de diversos mitos, néctar de los poetas que a sus musas con pena o alegría formaban sus versos. Cuantas noches, perla etérea, alumbraste el camino de los melancólicos transeúntes, que tan difícilmente apunta a un sitio definido. Y cuantas veces fuiste mi única compañera en la soledad, evocándome suspiros de nostalgia provenientes de lo hondo de mi pecho. Y sin embargo sigues siendo tan ajena, utópica y silenciosa, pensando en coquetear con el sol ante un infinito de azares.
Bueno pues, sin aburrir más al lector, continuaré con el relato de una noche que rompe lo cotidiano. Como he dicho, era alrededor de las doce. Había llegado ya a la calle que en línea recta llevaba a casa. El camino presentaba un dualismo singular, a la izquierda una monumental montaña oscura de la cual, solo me separaba un barranco lleno de casitas construidas a media taja que amenazaban desplomarse al primer capricho del viento, y a la derecha, por el contrario, muros gigantescos haciendo centinela a los altos y extravagantes edificios, edificios lo suficientemente coloridos como para ganar la simpatía de dios. De repente mientras reflexionaba acerca de las contradicciones de un sistema in equitativo hallándome así en la línea que dividía ambos mundos, la neblina empezó a bajar como espectro cubriendo los faros que desde los astros titilaban. La calle hubiera sido abrazada, por la grotesca sombra de no ser por los faros de luz que como cíclopes proyectaban su mirada al negro asfalto. Este juego de luces entrecruzadas, se filtraban entre la niebla con un naranjo color similar al de una hermosa tarde o, visto desde otro sentido más adecuado al contexto, similar a las llamas del infierno. Entonces empecé a sentir una fuerte opresión en mi pecho, el aire fluía con dificultad, en efecto, el ambiente había cambiado. Sentía una sensación similar a la de estar frente a una cripta a medio profanar, ante este sentimiento sepulcral, los cabellos ondulados que de mi cabeza partían, se volvieron tan rígidos, que fluían como una cascada helada. El miedo como nunca había abrazado mente dejándola paralizada, y a mi color, como el color de la pálida luna. Sin embargo mis piernas continuaban moviéndose, avanzaban atraídas como si un agujero negro me absorbiera, un agujero negro de perdición.
Quería detenerme, sabia que delante de toda esa siniestra niebla, se encontraba aquello que tanto pavor me provocaba. Es increíble como la percepción puede ir más allá que los sentidos, finalmente no existe motivo conocido para este estado. Así me vi inevitablemente dirigido hacia esa desconocida energía y gradualmente el temor se fue transformando en resignación como el hielo se transforma en líquido y la resignación se fue trasformando en una ardiente impaciencia como el líquido se transforma en vapor. ¡Que increíble es el ser humano! En un momento dado tenia un temor desbordante, y en cuestión de efímera naturaleza, el temor se transformó en una impaciencia salvaje por encontrarme cara a cara con mi destino.
Mi mirada inconcientemente se fijó en un horizonte trazado por la niebla, se fijaba en un punto indefinido. Expectante a poder divisar algo que calmara mi euforia, me sentía como un niño expectante a abrir su regalo aun sabiendo que éste podría ser algo feo. Entonces empecé a divisar una figura, una silueta que atravesaba la niebla dejándose ver cada vez más detalladamente. Parecía ser una persona bastante alta, no podría definir su género. Vestía una ropa muy clara, blanca como paloma, más su Tes., era tan oscura como sombra de una sombra. Apreciando absorto estos detalles, bajé la mirada como recuperando el control, y en cuestión de un instante una reflexión cruzo por mi cabeza “creo que estoy ante la presencia de la muerte en persona, ahora, este es el momento preciso para sacarme de esta vida de hormiga rutinaria, puedo arriesgarme a ver su rostro y… no! No puedo, ¿he acaso olvidado a esa hermosa flor que hace de mi vida especial? No puedo dejarla sola, ahora que quiere tanto de mi, y tanto quiero yo de ella. Cómo dejar de lado ese cariño que transforma mis noches en días, ese cariño que hace florecer al desierto más árido y que transforma en mariposas coloridas a las horas.” Terminada esta reflexión y viéndome cada ves más cerca, llegué a concluir que no debía ver es rostro desconocido, sin embargo este se acercaba llamativo y tentador. Mi voluntad se volvió endeble, ¡no podía más, la tentación me dominaba. Estaba a pocos pasos y pude ver de reojo que me sonreía.
Era el momento, mi alma había sucumbido ante la tentación, conciente ya de mi debilidad me dispuse a ver el rostro de la muerte, el corazón palpitaba con fuerza, estaba a punto de regresar a ver su rostro. Pero aunque ni alma había decaído, mi corazón no, evite pues la mirada del espectro. Pasó por mi lado mientras que mi cabeza estaba agacha.
La niebla se disipo rápidamente, el aire nuevamente fluía con avidez por mi pecho. Las estrellas y la luna alumbraban una vez más. Llegué a casa y como nunca, sentí el deseo de saber ante qué me había presentado, sintiendo que el evento nunca se volvería a repetir.
Creo que nunca sabré que era aquello, mas si hoy en día, dadas las circunstancias actuales, volviera a encontrarme ante tal espeluznante situación, no vacilaría un segundo en mirar el rostro de aquel ente, y extenderle una larga y amigable sonrisa